Bucarest y Transilvania, Rumanía

Todavía en Bulgaria a pocos kilómetros de la frontera con Rumanía, fuimos a conocer Veliko Tarnovo. El pueblo se descuelga de la montaña entre callejuelas estrechas mirando, al otro lado de la cañada, al monumento de la dinastía Assin mientras que, en el lado opuesto, un castillo comunicado por una larguísima calzada de piedra bajo el sol y con una temperatura de 41ºC ofrecía una estampa de lo más atractiva pero, por más seductora que fuera no había cuerpo humano que llegara hasta él. Después de meter la cabeza bajo el agua de una fuente y con las camisetas chorreando decidimos que lo mejor era ir a tomar una limonada y, a ser posible, helada.

Llegamos a Bucarest, el parking donde aparcamos la autocaravana no podría haber estado mejor ubicado, a un paso del centro histórico y bajo los árboles, todo un lujo. El casco antiguo me pareció un laberinto de estrechas vías peatonales, lleno de gente comiendo pero sobretodo bebiendo, era evidente una intensa actividad nocturna y también con servicio completo. Pero saliendo de esta zona se despliega una ciudad donde se abren parques y plazas con juegos de luces y aguas. El brutalismo arquitectónico del régimen se hace patente en los edificios que flanquean la avenida, con la que el dictador quiso emular a los Campos Eliseos, para culminar en un bestial palacio comunista. Pero, por otra parte, se endulza la mirada con edificios afrancesados, villas con toques otomanos, iglesias ortodoxas y un monasterio que se oculta humilde en una esquina como una perla en medio de tanta mezcla.

Vlad Tepes fue príncipe de Valaquia a mediados del siglo XV. Su padre lo entregó a los otomanos como rehén y como prueba de su lealtad. Siendo prisionero fue donde presenció y aprendió las técnicas de tortura que usaban los turcos. Más tarde no sólo las aplicaría él sino que además, se hizo popular y temido por sus enemigos ya que el empalamiento se convirtió en su firma destacada. Vlad Tepes fue considerado una especie de héroe porque establecía orden y justicia empalando a quienes consideraba culpables. Puede que el nombre de Drácula derivara de la orden del dragón a la que pertenecía su padre. Todo objeto o acontecimiento que no tuviera una explicación para aquella época se resolvía sentenciando que era un dragón o por culpa de él.

Por tal motivo, el castillo de Bran, de Vlad o de Drácula es hoy día un castillo al estilo parque temático, algo oscuro y tosco por fuera, más agradable por dentro. Pero si me dan a escoger me quedo con Brasov. Seguramente haya mil pueblos más en Transilvania igual o más bonitos que Brasov, pero aquella tarde, después de visitar el castillo de Bran, fue el elegido para conocer y me ha sorprendido gratamente, superando mis expectativas.

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