Bucarest y Transilvania, Rumanía

Todavía en Bulgaria a pocos kilómetros de la frontera con Rumanía, fuimos a conocer Veliko Tarnovo. El pueblo se descuelga de la montaña entre callejuelas estrechas mirando, al otro lado de la cañada, al monumento de la dinastía Assin mientras que, en el lado opuesto, un castillo comunicado por una larguísima calzada de piedra bajo el sol y con una temperatura de 41ºC ofrecía una estampa de lo más atractiva pero, por más seductora que fuera no había cuerpo humano que llegara hasta él. Después de meter la cabeza bajo el agua de una fuente y con las camisetas chorreando decidimos que lo mejor era ir a tomar una limonada y, a ser posible, helada.

Llegamos a Bucarest, el parking donde aparcamos la autocaravana no podría haber estado mejor ubicado, a un paso del centro histórico y bajo los árboles, todo un lujo. El casco antiguo me pareció un laberinto de estrechas vías peatonales, lleno de gente comiendo pero sobretodo bebiendo, era evidente una intensa actividad nocturna y también con servicio completo. Pero saliendo de esta zona se despliega una ciudad donde se abren parques y plazas con juegos de luces y aguas. El brutalismo arquitectónico del régimen se hace patente en los edificios que flanquean la avenida, con la que el dictador quiso emular a los Campos Eliseos, para culminar en un bestial palacio comunista. Pero, por otra parte, se endulza la mirada con edificios afrancesados, villas con toques otomanos, iglesias ortodoxas y un monasterio que se oculta humilde en una esquina como una perla en medio de tanta mezcla.

Vlad Tepes fue príncipe de Valaquia a mediados del siglo XV. Su padre lo entregó a los otomanos como rehén y como prueba de su lealtad. Siendo prisionero fue donde presenció y aprendió las técnicas de tortura que usaban los turcos. Más tarde no sólo las aplicaría él sino que además, se hizo popular y temido por sus enemigos ya que el empalamiento se convirtió en su firma destacada. Vlad Tepes fue considerado una especie de héroe porque establecía orden y justicia empalando a quienes consideraba culpables. Puede que el nombre de Drácula derivara de la orden del dragón a la que pertenecía su padre. Todo objeto o acontecimiento que no tuviera una explicación para aquella época se resolvía sentenciando que era un dragón o por culpa de él.

Por tal motivo, el castillo de Bran, de Vlad o de Drácula es hoy día un castillo al estilo parque temático, algo oscuro y tosco por fuera, más agradable por dentro. Pero si me dan a escoger me quedo con Brasov. Seguramente haya mil pueblos más en Transilvania igual o más bonitos que Brasov, pero aquella tarde, después de visitar el castillo de Bran, fue el elegido para conocer y me ha sorprendido gratamente, superando mis expectativas.

Norte de Grecia y Sofía, Bulgaria

Nos bajamos del Oxalá mirándolo por última vez con la sensación de que nos olvidábamos de algo. Era lógico, hicimos una mudanza de cosas del barco a la autocaravana. La primera noche la pasamos a pocos kilómetros de Preveza, en Pantokratoras, frente al mar y a una fortaleza un poco ruinosa pero que, con un poco de imaginación, podría pasar por un castillo.

Nuestro primer destino fue Vergina, al noreste de Grecia. Existen un sinfín de aplicaciones para facilitar los viajes y servicios para autocaravanas que permiten planificar, decidir rutas, encontrar camping o zonas de descanso. Esa tarde era de primera necesidad ir a pasar la noche donde pudiéramos conectarnos a la red eléctrica y encender el aire acondicionado para soportar los 41ºC que horneaban el Norte de Grecia, incluida Vergina. Pasamos parte de la tarde al fresco dentro de un enorme túmulo-museo que guardaba, hasta que se descubrió, un tesoro de gran valor histórico y riqueza: varias tumbas y, entre ellas, la del rey Phillip II, padre de Alejandro Magno. Como se esperaba de una tumba real estaba llena de joyas, coronas, armas, escudos y petos del rey junto con toda clase de objetos que formaban parte del ritual funerario y además, las tumbas de otros miembros de la familia.

Si pensábamos que 41ºC eran demasiados era porque no sabíamos lo que nos esperaba. Mientras parte de Grecia ardía bajo el fuego cruzamos la frontera, con el termómetro marcando 51ºC, rumbo a Sofía, Bulgaria.

Sofía luce una mezcla de restos arqueológicos conviviendo entre edificios modernos. Iglesias encerradas, casi fagocitadas por construcciones bestiales del régimen comunista. Una mezquita, una sinagoga y una iglesia ortodoxa, las tres compartiendo la misma plaza. Un parque lleno de chiringuitos para comer, beber y descansar bajo un bosque de robles. Es una ciudad de contrastes que busca un símbolo para identificarse porque la escultura nueva de Sofía que intenta representar a la ciudad no es del agrado de todos y, a la vez, en el escudo de la ciudad hay algunos símbolos de los cuales se ignora su significado.

Puedes sorprenderte cuando bebes en alguna de las fuentes de agua potable porque sale caliente y, no es por error, es porque en Sofía hay manantiales de aguas termales que se aprovechan desde los tiempos de los romanos. Ellos la llamaron Serdika, pero al llegar a la ciudad lo primero que veían los viajeros era la iglesia de Santa Sofía, la sagrada sabiduría igual que en Grecia y Estambul, quizás por eso terminó llamándose Sofía. Los viajeros se encontraban con una ciudad que tenía una zona elitista con canales de agua caliente y calefacción, un descanso con spa en medio de la ruta que unía Roma con Constantinopla.

Las últimas etapas del Oxalá

A medida que íbamos navegando hacia el Norte surgía a la vez esa sensación de que en breve se acabaría, aunque nos quedaban varios días aun para continuar por el Jónico. En Kiparissia amarramos al muelle haciéndonos hueco en el único lugar libre que quedaba. Lo que tiene de bueno amarrar en los muelles es que, en la inevitable proximidad de los barcos, conoces a otros navegantes, te pones a charlar porque son españoles y, cuando se hace la hora de la cervecita, acabas en una taberna cenando. No se comparte sólo cena sino que, en esa especie de afán que lleva a los navegantes a intercambiar información, se relatan etapas, pronósticos, consejos y te acabas despidiendo, con rumbos distintos, con el deseo volver a coincidir en algún otro momento. Así fue como ocurrió con Nicholas y Esther del troller QK IV.

Saltamos del Peloponeso a Zakyntos y disfrutamos de una navegación serena y placentera hasta el fondeo en Porto Roma. Allí la noche estuvo movida por el viento y los mosquitos. Continuamos hasta Agia Euphimía, dentro del golfo de Sami al Este de Cefalonia, en pleno canal entre Cefalonia e Ítaca. Antes de llegar al canal íbamos navegando a motor porque no había viento. Una línea dividía el mar en dos zonas, en la que estábamos la calma hacía la mar llana pero del otro lado de la línea el aspecto que tenía parecía advertir: te vas a enterar de lo que es entrar en este canal. No me sorprende que los argonautas culparan a los dioses griegos de lo que les pasara. Al cruzar esa línea fue como si los dioses griegos hubiesen abierto las compuertas de salida de los vientos, con la condición de que sólo soplen en el canal entre Cefalonia e Ítaca, para que los veleros puedan divertirse y competir luciendo escoras. Agia Euphimía tiene fama de ser aún más ventosa. El Medicane de setiembre de 2020 pasó por esta localidad e hizo estragos, rompiendo amarres de varios barcos que acabaron destrozados al fondo del muelle. Pues allí, durante las noches, los dioses griegos acostumbran a jugar con los vientos catabáticos de la categoría de: asegúrate de afirmar bien el bimini porque puede salir volando. Pero supongo que a veces también rompen la regla porque esa noche fue de lo más apacible.

Seguimos hacia Kálamos en un fondeo que se suponía tranquilo y fue lo contrario. Comencé a pensar que estaba ocurriendo lo opuesto de lo que se suponía que habitualmente sucede. Entonces, cuando llegamos a Kastos, no quise saber que clase de fondeo sería y lo realizamos frente a la capital de la islita. Había tantos barcos fondeados que parecíamos hormigas encima de un dulce. Fuimos caminando por un sendero que en pocos minutos lleva al otro lado de la isla y allí, en la ladera rocosa salpicada de cabras que cae al mar, se asoman saliendo de la roca una serie de casas integradas en el ambiente y en una de ellas viven, siempre que pueden, Paco y Dori. Fuimos a visitarles, cenamos juntos y nos faltó tiempo para seguir hablando. Nos despedimos con el deseo de volver a vernos.

Continuamos la navegación. Hicimos amarre en el muelle Norte de Levkas, el que está del otro lado del puente cuando ya dejas atrás la isla para irte. Un lugar estupendo para darse un buen baño en la playa.

Finalmente llegamos a Preveza, nuestro destino final. Aquí hicimos amarre al muelle porque teníamos que preparar al Oxalá para su hibernaje. Casi no nos da tiempo de acabarlas porque nos encontramos con muchos amigos. Entre los trabajos que realizábamos tuvimos charlas con Lucía y Luis. También hubo cenas con Rafael y Ana Vicky recordando momentos de navegación con la ANA. Nos encontramos con Isabel y Antonio, amigos navegantes y ahora de autocaravana. Hubo un encuentro fugaz en una esquina de Preveza con Ricardo y Maripi de Euskadi y la promesa de compartir txakolí. Con Carlos y Mei tuvimos muchas risas, recuerdos, mañanas de playa y cenas de costillitas de cordero asadas como si fueran golosinas. Con todos nos quedamos con las ganas de seguir compartiendo charlas y también, ese deseo que sale del corazón de volver a vernos pronto.

Desde el 27 de julio de 2021 el Oxalá descansa en la marina seca de Marina Cleopatra a la espera de nuestro regreso. Pero nosotros continuamos viajando. Después de pensar que hacer decidí continuar escribiendo aunque se trata de etapas distintas porque pasamos de las velas a las ruedas. Como dice el lema del blog «La vida en movimiento», vamos viajando en autocaravana desde Grecia y haciendo escalas por capitales de Europa. El objetivo, o la excusa, es llegar a Dusseldorf y visitar el salón de autocaravanas. Luego, regresaremos a casa.

Castillo de Navarino

Nunca sabes si alguna oreja puede estar escuchándote, en especial cuando sueltas un comentario en voz alta porque ¿quién podría entender lo que dices si estás paseando por un pueblo de la costa del Peloponeso? Una localidad pequeña de veraneo sin otra cosa que ofrecer que sus playas, zonas de descanso y un sinfín de juegos hinchables en el mar para niños.

Íbamos dando un paseo, acabábamos de bajar a tierra desde el Oxalá, era el único barco fondeado delante de la playa, la temperatura del agua era bastante más baja que en el Golfo Argólico y el viento había soplado animado durante la tarde. En una esquina de la calle principal me quedé mirando un escaparate a la vez que hacía un comentario sobre el pueblo. De pronto, alguien comentó: «¡Hola! ¿De dónde son?» Era el dueño de la tienda que me había escuchado hablar. Se presentó como Sergio, argentino. Tiene, sin duda, la tienda más completa de Finikounta. Llama la atención porque no es la típica tienda que sólo tiene los recuerdos que se encuentran en todos los sitios turísticos, como los imanes para la nevera, adornitos inútiles, los bolsos para la playa, las camisetas y, en fin, una lista eterna de cosas que parecen fabricadas en serie y lo único que las distinguen es que llevan impreso el nombre de la localidad. En esta tienda, además de encontrar lo típico, hay mil cosas más y Sergio de inmediato nos puso al tanto de los lugares para comer, donde tomar un frappé con las mejores vistas o un buen helado, en fin, de todo lo que se puede hacer en Finikounta.

Seguimos navegando y volvimos a Pilos. Esta vez fondeamos al fondo de la bahía de Navarino, teníamos en mente realizar una excursión que nos había quedado pendiente la vez anterior. Nos levantamos muy temprano para aprovechar la mañana, nos llevamos calzado de senderismo, de esos de suela gruesa y que pisas como un tractor, protección solar, gorra, bañador, camiseta y pantalón corto, agua y plátanos en la mochila. Unos navegantes disfrazados de exploradores. Bajamos de la auxiliar descalzos porque la playa tiene muy poco fondo, en lugar de subirla a la arena la dejamos fondeada a poca profundidad con un ancla pequeña. Las zapatillas iban en una bolsa junto con una botella de agua para aclararnos los pies. Lo teníamos todo pensado, después de calzarnos estuvimos listos para subir a lo alto del monte.

El sendero nos pareció un poco descuidado, un cartel advertía que el Castillo de Navarino estaba cerrado por peligro de desprendimiento. Pero ya estábamos decididos a subir, al menos lo veríamos. El sendero discurría entre telarañas enormes con sus propietarias más enormes aún, esperando inmóviles que algún incauto cayera en sus redes. Enredaderas pinchudas iban estrechando el sendero para agregar un ingrediente de emoción a la subida. Cuando al fin llegamos a la cumbre y contemplamos de cerca el castillo, Mingo dijo: «Mejor no entramos». La entrada estaba muy deteriorada. Pero de repente apareció, igual que un vendaval inesperado, una mujer alta, decidida, sudorosa, subiendo como si se hubiera entrenado con los legionarios. Llegó hasta nosotros, nos saludó en español aunque se notaba que ella no lo era, nos sacó una foto porque en ese momento estábamos intentando con un selfie para salir ambos y, acto seguido, continuó su camino pasando por debajo de la puerta deteriorada como si fuera la de su propia casa. Nos quedamos sin habla, nos miramos y fuimos detrás de ella.

Del otro lado vimos el recinto en unas condiciones que hacían pensar que había vivido tiempos mejores donde seguramente le habrían mantenido. El borde fortificado que lo rodeaba tenía algunos tramos derrumbados y en el centro del recinto, una maleza más alta que yo disuadía de cualquier intento de atravesarla. Hablamos unas palabras con la sargento, su marido llegó unos quince minutos después que ella. Nos dijo que del otro lado de la fortaleza, si la rodeábamos por arriba, encontraríamos un sendero, camuflado entre la maleza, que bajaba al otro lado del monte hacia la cala bonita, que es un poco vertical en algunos tramos pero se puede bajar porque tiene unas asas en la piedra para sostenerse. Le pregunté si era muy difícil, pensando en que su grado de entrenamiento y su largo de piernas era muy distinto del mío, entonces me miró de arriba a abajo, dos veces, supongo que me hizo algún tipo de reconocimiento valorando mis posibilidades. Al fin soltó alto y claro que sí, que yo podría hacerlo. Fue una experiencia que me hizo sentir como una montañesa, sólo hubo un momento en que pensé si la sargento no se habría equivocado, en la parte vertical casi no me llegaban las piernas pero tenía razón, las asas de metal oxidado enclavadas en la piedra daban mucha seguridad. La sorpresa fue que, en mitad de nuestra bajada, nos topamos con la Cueva de Néstor. En su interior, a pesar de ser tan fría, oscura, altísima y profunda, lo que más me impresionó fue la sensación amortiguada de los sonidos del exterior y que, por un momento, mi mente voló envuelta entre las trifulcas de los dioses griegos.

Continuamos bajando y apareció la cala bonita, la que tiene un nombre más largo que ella misma. Allí estaba, Voidokoilia, rodeada de cremosas dunas de arena. Eso fue suficiente incentivo para bajar más rápido, me moría de ganas de lanzarme al agua. Me fui quitando las zapatillas, los calcetines, la camiseta y el pantalón corto, solté la mochila y la gorra y salí corriendo para dejarme caer en esas aguas frescas, zambullir la cabeza y flotar en ese azul aturquesado, fue sin duda, la mejor recompensa.

Pero luego había que volver, con el calor que hacía no importaba el detalle de ponerme la ropa encima del bañador húmedo. Rodeamos el monte por otro sendero. Éste iba bordeando una laguna utilizada como vivero de peces y también apareció otro cartel de advertencia de peligro de desprendimiento. Entonces apretamos el paso, con mucha atención ya que no se podía dejar de mirar por donde pisábamos. Cuando al fin regresamos al Oxalá estábamos cansados y famélicos, pero con una sensación de satisfacción de trabajo realizado.

Cabo Maleas

El último día que Susi pasó en el barco fue en Spetses, su ferry rumbo a Atenas partía por la mañana. Fue un mes de navegación intenso, cada día una experiencia distinta, tuvimos frío, lluvia, tormentas y calmas, vientos amables y otros no tanto, calor, baños en el mar, rociones en el barco y en el tender, hicimos compras, paseos y excursiones, cocinamos, pero por encima de todo hubo muchas risas, charlas y silencios, pelis y libros, los tés de las mañanas y los mate-cocidos de las tardes, en fin, un mes repleto de actividades y muy contentos de habernos disfrutado.

Desde Spetses comenzó nuestro retorno hacia el Jónico, había que desandar el Peloponeso para regresar a Preveza. La primera etapa fue corta, el viento en contra no nos permitía ir más lejos, hicimos noche en Kyparissi. En esta cala hay varios fondeaderos y ocurrió, lo que suele pasar cuando te parece que el sitio donde está fondeado el barco de enfrente es mejor que el tuyo, que más de uno levantó su ancla y probó suerte en el otro fondeadero, a la vez que un barco de este lugar se iba a otro sitio y así toda la tarde. Conclusión: nadie acababa de estar cómodo en ninguna parte. El pueblo es pintoresco y tiene un paseo a lo largo de la cala entre olivos y árboles pero hemos comido las peores sardinas de la historia, será que no escogimos la taberna apropiada. Para rematar la noche fue incómoda, muy movida, apenas comenzó a clarear nos fuimos.

La brisa a favor motivó al capitán a poner el asimétrico, una enorme vela azul que parece un balón. A la altura de Monenvasia, como si cayera de forma suave una nube azul al mar, se desprendió el asimétrico del puño de driza, es lo que lo sostiene arriba en lo alto del palo. Durante un par de segundos nos quedamos paralizados. Luego echamos a correr para recogerlo, Mingo a la proa y yo en la banda y, en la tarea, se nos rasgó la vela. La subimos de cualquier manera y la remetimos como pudimos, malamente en su bolsa, había que continuar, ya veríamos el estropicio. La brisa se alegró y nos llevaba tranquilos hacia el cabo Maleas y sólo con el génova. La regla se cumplió, nunca se sabe lo que puede pasar detrás de un cabo y menos cuando se trata del Maleas. El pronóstico, revisado antes de salir, marcaba unos quince nudos de viento en el cabo pero para empezar, nada más llegar, ya eran veinticuatro. De inmediato aparecieron las ráfagas, de treinta a cuarenta nudos, delatadas por esa forma acelerada que tiene la superficie del mar en rizarse en un azul profundo con escarchas blancas. Nuestra velocidad iba en aumento, comenzamos a recoger génova y la dejamos lo más pequeña posible, con tres rizos. Navegábamos de través entre treinta y cuarenta nudos de viento pero lo que azotaban eran las ráfagas, se ponían sin esfuerzo en cincuenta nudos, provocaban nuestra escora máxima y al adrizarse, cuando el Oxalá recobraba su escora inicial, no pude mirar cuál había sido la máxima velocidad que llegamos a alcanzar pero Mingo dijo que, fácilmente, entre nueve y diez nudos. Las rachas duraban segundos pero a la vez, cada décima de segundo que transcurría en esa situación de escora máxima la percibía como desesperantemente lenta.

Teníamos intención de ir a Elafónisos y darnos un baño pero, al pasar por allí, los treinta y cinco nudos de viento nos hicieron cambiar de opinión y continuamos. Fueron, de esta manera, quince millas, de azote sin descanso, para pasar el cabo Maleas y dejar atrás la islita Elafónisos, cuando nos internamos en el golfo de Lakonia nos abandonaron los vientos catabáticos del cabo y tuvimos al fin una navegación tranquila, pudimos relajarnos, comer y beber. Nunca miras ni valoras lo que cada día satisfacemos de forma espontánea, sin pensar, necesidades tan básicas como comer, beber, dormir, darse una ducha caliente o poder ir al baño tranquilo y de repente, sientes cómo se transforman en un placer luego de pasar determinadas circunstancias.

Llegamos, después de unas agotadoras setenta millas, a Porto Kagio y aunque este lugar tiene fama de intensos vientos nocturnos, esa noche fue apacible y pudimos al fin dormir.

Entre el Argólico y el Sarónico

No hay nada mejor que un buen contraste para valorar las cosas. Después del glamour de Spetzes fuimos a pasar un día de fondeo en plena naturaleza en Doko, una isla de camino entre el golfo Argólico y el Sarónico. Tiene una bahía extensa y, como si de una gran catedral se tratara con capillas alrededor de la nave central, le salen algún que otro fondeadero más pequeño. Unos cuantos barcos pasamos allí el día, sumergidos en esas aguas de cristal, nadando, comiendo, descansando y siendo observados por los únicos habitantes de la isla, un grupo de cabras. También pasamos la noche, tan oscura, sin ninguna contaminación lumínica y, aprovechando la ocasión, nos recostamos en la cubierta de proa a mirar las estrellas, ya que pocas veces se las ve tan numerosas y brillantes. A la mañana siguiente y para continuar con los opuestos fuimos a Hydra. Encontrar amarre en el puerto de Hydra, concurrido y caótico, es tarea imposible y por eso seguimos de largo una milla más, rumbo directo a Mandraki. Aunque la situación no era más desahogada allí porque acudimos todos los que queremos ir a la capital pero no entramos, tuvimos suerte y encontramos sitio. Mandraki es una cala estrecha y la sonda marca mucha profundidad por lo que los barcos, grandes y pequeños, motoras y veleros, soltamos ancla y nos amarramos en popa con cabos a una roca, árbol o a lo que puedas. El trajín es tremendo, aquí también entran y salen los taxis-lancha y cuando se hace un hueco allí surgen barcos como moscas para ser ocupado por otro, como quién se acomoda para entrar en el sofá repleto y se hace lugar empujando a los lados con el pompis. A nuestra vecina, una embarcación a motor de unos cincuenta metros de eslora, se le rompió la roca que sostenía uno de sus dos cabos de amarre. La roca saltó despedida y cayó en el lugar donde hacía pocos minutos había gente nadando. Eran las cinco de la tarde, la hora punta de viento, la embarcación entonces quedó sostenida por su ancla y el único cabo que también estaba amarrado a otra piedra, por lo que rápidamente el viento la empujó sobre otro gran barco y quedó así, hasta que los marineros salvaron la situación buscando nueva piedra, menos mal que el viento no la derivó hacia nosotros. Finalmente fuimos a Hydra capital con la auxiliar, aunque también podríamos haber ido caminando ya que en esta isla tampoco hay coches, el único medio de transporte terrestre es montar en burro.

De Hydra a Poros sólo hay unas diez millas de distancia y allí nos quedamos varios días de fondeo, en su enorme ensenada entre la isla y el Peloponeso.

En la playa de Poros puedes usar una tumbona a cambio de pedir un frappé, una cortesía muy griega. Sólo hay que estar atento a unos pececitos que se aventuran hasta la orilla buscando uñas de los pies pintadas, tienen predilección por las de color rosa chicle y, se entusiasman tanto cuando las encuentran, que se vuelven locos por picotearlas. Eso te obliga a realizar un baile extraño levantando los pies y con pasitos hacia atrás hasta la orilla, con la rara sensación de que unos pececillos, de escasos diez centímetros, te han echado del agua.

Y de Poros pusimos rumbo a Ermione. Al llegar hicimos un fondeo en la zona norte, allí no corría ni una gota de aire, la temperatura del agua daba la sensación de estar nadando en un caldo de treinta grados.

Decidimos trasladarnos a la mañana siguiente al lado sur de Ermione. Era un día pesado, el cielo tenía el aspecto de pátina agrisada y con el aire, que parecía una jalea densa y pegajosa, se podría haber untado unas tostadas. Amarrados al muelle nos permitía estar en remojo para refrescarnos varias veces al día, a unos pocos pasos del Oxalá teníamos un acceso al mar con escalera de baño desde una roca plana a una piscina natural. Al final de la tarde el muelle de Ermione estaba casi totalmente ocupado por barcos y, cuando nos disponíamos a cenar en cubierta deseando que la caída del sol trajera algo de frescor, saltó una brisa como si algún diablo hubiese dejado abierta la puerta del infierno. Mingo miró su reloj y advirtió que la presión estaba bajando muy rápido. No fue una cena relajada, nos sentíamos a la espera. Cuando la brisa pasó a ser un viento salido de las fauces de algún dragón con mal humor nos refugiamos dentro del barco, se estaba más fresco que afuera. Las ráfagas indicaban que el dragón iba subiendo de tono y antes de la medianoche ya estaba encolerizado. De repente estábamos fuera, en cubierta, comprobando la manera en que, no sólo el Oxalá estaba a merced de los rugidos ardientes sino todos los barcos amarrados al muelle sufrían, unos más y otros peor, las escoras y vaivenes, la proximidad rayando el peligro de irse contra el muelle, el crujir de los cabos en los tirones. Mingo puso dos cabos más de amarre en la banda de barlovento, tensó más la cadena del ancla y aún así costaba sostenerlo. Entonces encendió el motor para aguantar las embestidas de las rachas rugientes, se veía a la gente en sus barcos controlando las movidas del temporal y en el muelle había quien se aventuraba a sostener con sus brazos la popa de su barco, que cosa más ridícula, decíamos, ya que la fuerza de un hombre era una caricia comparada con la embestida, así de preocupados estábamos todos. Entonces Mingo comenzó a decir que era mejor recoger el ancla y salir fuera, lejos del muelle pero, ¿quién se iba a la proa a sostenerse en equilibrio con ráfagas de cuarenta nudos, en medio de esa boca negra y ardiente, para levantar sesenta y tres metros de cadena mientras Mingo a la rueda patroneaba el barco? A esa altura nuestras caras ya eran de piedra deshidratada y nuestras cabelleras permanecían en posición horizontal. Nos quedamos, expectantes, aguantando. Mingo se sentó en el muelle en un banco frente a la popa del Oxalá, sostenía su barbilla con una mano, la expresión de su cara era la estar estudiando los movimientos del barco en cada ráfaga. Y mientras el capitán estudiaba la situación yo encendí el generador y puse una lavadora, por ocupar mi tiempo, también herví agua y preparé infusión de frutos rojos con galletas, era más de medianoche y apetecía comer algo. Fue entonces cuando Mingo movió los amarres, aflojó uno, tensó otro, recogió más cadena y cambió la respuesta del barco, se notó la forma en que recuperamos estabilidad, nos alejamos del muelle y nos sentimos más tranquilos. No nos movimos de cubierta, tomando el té y observando. A las dos de la mañana el dragón comenzó a soltar bufidos afónicos, comenzaba a amainar y al fin nos fuimos a dormir. Al otro día amaneció azul y luminoso, las fachadas se miraban las caras en el espejo de agua, los barcos se desperezaban y se largaban uno a uno. Nosotros nos quedamos un día más, las chicas necesitábamos ir a la peluquería y según el capitán, no hay dos noches iguales. Y así fue.

Spetzes y la Bouboulina

Spetzes es una isla ubicada en el Golfo Argólico frente a Porto Kheli. Su muelle no es un lugar muy cómodo para amarrar por culpa de las ondas que originan los taxis, y no me refiero a los de ruedas porque en esta isla no hay coches, sino a los taxis-lanchas, rápidos y molestos como los mosquitos, que se dedican a entrar y salir del puerto constantemente llevando pasajeros como todos los taxis. En su tarea se cruzan con lo que encuentren en su rumbo a toda velocidad, van y vienen de mil partes originando ondas que rebotan en los barcos fondeados pero, en los que están amarrados al muelle, esas ondas provocan balanceos y los palos de los veleros acaban saludándose con un toque. Estar fondeados tiene varias ventajas, por ejemplo el aire fresco que se agradece y la posibilidad de darse un baño en cualquier momento. Pero en esta ocasión, en el fondeo de Spetzes se le añadió otra conveniencia, la de disfrutar de la Regata de Veleros Clásicos, patrocinada por Moet y Chandon, que se celebró durante nuestra estancia allí. Hay que decir que supimos de la regata porque nos avisaron Marco y Elena a quienes conocimos hace unos años en Parga. Ellos participaron como tripulantes en un velero clásico.

En Spetzes hay de todo tipo de tiendas incluídas también las de alto nivel en marcas, y me recuerda un poco a Nauplia por el estilo elegante de sus casas y villas. Todo el conjunto la hace placentera para recorrer y como no hay coches se puede ir caminando, en moto o mejor, en Mateo.

Visitamos en Spetzes el museo Bouboulina. Laskarina Bouboulina, de origen griego, nació a finales del siglo XVIII. Fue una mujer de carácter ingobernable, de decisión bravía, con porte orgulloso y tez morena. Una mujer así no surge sin más, desde su nacimiento ha estado sometida a situaciones que han ido forjando su personalidad. Su madre la dio a luz en una visita a su padre moribundo, encarcelado en Constantinopla. Desde pequeña ha sentido pasión por el mar, las historias de marineros y de navegaciones y ha crecido escuchando discursos sobre la ocupación turca y el deseo de liberación de Grecia. Todo esto forjó su temple y la llevó a participar activamente en la Revolución griega. Enviudó dos veces, sus maridos fueron capitanes de barcos como lo había sido su padre, y tuvo siete hijos. Con la fortuna heredada mandó a construir el barco de guerra más grande que luego perteneció a la marina griega, el Agamenón. Pero además dilapidó su fortuna en la adquisición de municiones, armas y el envió víveres a los ejércitos griegos que sitiaban las fortalezas en manos de los otomanos. Hizo cuanto pudo por la Revolución y la Guerra de la Independencia de 1821. A tal punto llegaba su pasión que ella misma se puso al mando de su flota más la de otros barcos, enarboló la primera bandera revolucionaria en el Agamenón y, antes de las batallas, alentaba con sus palabras y su coraje infundiendo valor y entusiasmo a los hombres, quienes la admiraban. Sin embargo, como suele ocurrir muchas veces con personajes de esta índole, murió en la miseria, en Spetzes, cuando una bala le quitó la vida por una disputa familiar, la causa habría sido la fuga de uno de sus hijos con una joven.

Golfo Argólico

Nuestro primer destino en el Golfo Argólico fue Porto Kheli, allí nos reunimos con otros navegantes los cuales no veíamos desde hacía muchos años y nos alegró el encuentro con Jesús y Dori del barco Big Easy y Julio del Ursula. Lo más destacado de Porto Kheli es su enorme bahía protegida que ofrece refugio a una enorme cantidad de barcos fondeados, además de su extenso muelle para amarrar y el puerto deportivo. El Oxalá se matuvo fiel a su predilección de fondeo, si le dan a elegir al capitán no hay duda en la elección. Pero al día siguiente, a pocas millas de Porto Kheli algo así como dar la vuelta a la esquina, nos dimos un baño en Korakonisia, el nombre es más grande que la cala pequeña y recogida detrás de una islita. Luego continuamos internándonos en el Golfo Argólico hasta Koiladhia. Me llamó la atención como un islote, que casi tapona la entrada a la bahía de Koiladhia, hace que lo que veas no sea lo que aparenta y al final aparece una enorme iglesia dando la bienvenida al pueblo. Y si bajas a conocerlo se hace placentero el paseo marítimo que, como es de esperar, está lleno de cafeterías y restaurantes pero con esmero de verde refrescante entre árboles y plantas; también me ha gustado el parque de juegos vallado para niños, dan ganas de probarlo.

Continuamos recorriendo el Golfo Argólico y por fin llegamos a Nauplia y lo primero que se ve es un castillo como si llevara un cartel puesto que dijera: mírame, soy el pavo real de los castillitos en islotes. Entonces rompiendo la regla del fondeo, el capitán decide amarrar en el muelle, cosa que las chicas agradecemos porque así pudimos bajar a tierra todas las veces que quisimos. Nauplia es una gran ciudad, muy turística y comercial, llena de rincones por descubrir perdidos entre sus calles y edificios elegantes. Tiene notas de la historia que vivió, esa mezcla de culturas entre otomana y veneciana. No se puede dejar de ver sus puestas de sol relajadas y disfrutarlas desde las terrazas, ir a la playa de cantos rodados o a alguna de sus plataformas para el baño porque además, las aguas son cálidas.

Y todavía no he mencionado a la Fortaleza de Palamidi. Se despliega imponente en lo alto de la colina, a 220 metros de altura. Dicen que son mil escalones para subir, en realidad no lo se porque no los he contado, hemos subido hasta allí en taxi por sólo diez euros, pero los hemos bajado por eso de que es más fácil bajar que subir y sí, podrían ser tranquilamente mil escalones. Es muy impresionante todo el trabajo de fortificación, ver el complejo de bastiones y detenerse unos minutos para contemplar las vistas panorámicas.

En Nauplia hasta los gatos parecen saber donde ponerse para ser fotografiados. Volvería a Nauplia, estoy segura de que me han quedado más cosas por ver.

Costa oriental del Peloponeso

Navegando hacia el Norte por el Mar de Mirtoo, perteneciente al Egeo, no deja de sorprender lo montañosa que resulta esta costa oriental del Peloponeso que íbamos bordeando. Cuando comienzas a acostumbrarte a los contrastes, ya que a veces las montañas llegan mansas al azul del mar y otras se lanzan de manera caprichosa y abrupta, no puedes dejarte llevar y no estar atento, de lo contrario perderías la oportunidad efímera de descubrir oculta detrás de un promontorio una capilla blanca con su cúpula turquesa, tan pequeña como aislada en medio de la nada. O quizás podría aparecer sin más, interrumpiendo el afelpado verde de las montañas, en un pliegue como si fuera el corazón de un cuenco, un grupo de tejados rojos apiñados, escalonados sobre la ladera y todo ese conjunto resultaría tan único como un lunar en el relieve. Pero entonces un peñón más enorme aún y con forma de sombrero irrumpe en la monotonía del afelpado verde y montañoso, a lo mejor en algún momento muy lejano se desprendió y arrojándose al mar quiso mantenerse unido por una estrecha lengua de tierra a la que llamaron «moni emvasi» y sobre la cual se construyó el puente de roca que lleva a Monenvasia. El peñón ofrece refugio a la ciudad fortificada, toda ella de piedra y del mismo color que la tierra roja de la gran roca.

A lo largo del puente, para refrescar el paseo, unas piscinas naturales con escaleras de baño invitan a darse una zambullida. En la ciudad fortificada las callecitas estrechas suben y bajan entre casas, iglesias y tiendas, en los escaparates los gatos se asoman para saludar, una cortina de casitas cuelgan boca abajo para llamar la atención y las caritas de las naranjas sonríen, saludan y tiran besitos.

Un laberinto de techos rojos se despliega hacia abajo

Pero, como si de una procesión se tratase subiendo hasta lo más alto del peñón, la recompensa espera al otro lado de la puerta de la fortaleza: la iglesia de Santa Sofía del siglo XII, copia fiel de la que fue su modelo Santa Sofía de Constantinopla. Como muchas iglesias de aquella época pasó de mano en mano y en cada una le agregaron algo. Fue mezquita durante los dos períodos de dominación turca, mientras que en el período intermedio bajo el dominio de Venecia fue monasterio católico de la orden de la Virgen del Carmen hasta que finalmente en 1821, después de la guerra de liberación griega, recuperó su esencia cristiana.

Un poco más al Norte de Monenvasia hay una ensenada que casi pasa inadvertida, tiene forma de bota y en la punta, donde le sale una laguna, un grupito de casas forman la localidad de Gerakas. Allí sólo se puede dar un baño y caminar a lo largo de la ribera de la laguna, o subir entre huertas a la capilla esperando caiga el día para ir a cenar a una de las dos tavernas.

Mal tiempo en Lakonia

En rumbo directo desde Koroni, con una navegación placentera de través por el golfo de Mesenia, navegamos hacia el punto sur más extremo del Peloponeso, el cabo Ténaro, donde un gran faro nos miraba desde lo alto anunciando que no sólo hace de vigía en este punto estratégico sino que además anuncia la entrada al golfo de Lakonia. Como suele ocurrir cuando se rodea un cabo nunca se sabe con seguridad lo que te espera al otro lado, la expectación estaba servida. Subiendo por el golfo de Lakonia hacia el norte, aunque la mar parecía plácida, las zonas de agua erizada que avanzaban con velocidad delataban las ráfagas, el primer cachetazo de racha fuerte nos puso en alerta y de ahí en adelante nos pusimos en posición de control de escotas y drizas. El viento arreciaba según nos adentrábamos en el golfo y las ráfagas también, de veinte nudos de viento en un instante pasábamos a cuarenta y cinco y aunque después podía bajar nunca volvía a la velocidad anterior porque iba a más. Nuestro destino estaba a escasas cinco millas cuando pudimos ver que el cielo se había dividido en dos, del azul despejado y soleado que teníamos encima al gris plomizo que avanzaba a gran velocidad por el este oscureciendo todo lo que quedaba por debajo de él, incluso el mar cambiaba de color del amable turquesa al profundo azul encrespado. Y nos alcanzó, nos faltaban tres millas para llegar a la protección de la cala de Kótronas, pero no venía con lluvia porque no cayó ni una gota, ni siquiera el viento que traía consigo parecía una amenaza, lo que nos alcanzó traía una corriente en contra a nuestro rumbo que nos retenía como si lleváramos un lastre pesado y esas últimas tres millas se alargaron como si fueran un chicle que se estira y nunca se rompe. Fue muy evidente al entrar a la cala la forma en que el Oxalá se sintió liberado del lastre que lo retenía, recuperamos soltura y avanzó rápido a la zona de fondeo. Cansados sólo queríamos comer y dormir, la noche nos regaló un descanso tranquilo.

Por la mañana pudimos apreciar la relajación de la cala, muy acantilada y poco habitada pero con una playa que ofrecía tumbonas a cambio de frappé y un baño en aguas cristalinas, tan frescas que costaba un poco meterse en ellas pero que pasado el respingo de la primera zambullida luego se disfrutaba del momento refrescante.

De Kótronas a Githion, al fondo del golfo de Lakonia, nos acompañó el tiempo gris y fresco, incluso demasiado fresco y variable para ser mediados de junio. Pasamos una tarde leyendo sin bajar a tierra por lo desapacible, en el fondeo frente a capitanía éramos los únicos y en el puerto no se estaba mejor, la resaca del oleaje hacía incómodo cualquier sitio.

Dejamos Githion sabiendo que la probabilidad de tormentas eléctricas y chubascos era alta pero en ese momento en que salimos el cielo parecía decir lo contrario. Esta vez el trayecto era corto, por si las cosas se torcían y menos mal. La oscuridad, que se formaba en el interior montañoso de la península oriental del Peloponeso, invadía el cielo con nubarrones negros y arrojaban una cortina de lluvia tan tupida que ocultaba el relieve escarpado de la costa. La temperatura bajaba por instantes a la vez que escuchábamos los anuncios graves de truenos lejanos. Redujimos velas, pusimos motor y aceleramos todo lo que pudimos. Entonces comenzamos a abrigarnos, encima de los pantalones cortos yo me puse unos largos y un chandal por encima de la camiseta, luego un chaleco y terminé con una cazadora larga impermeable por encima de todo. Parecía un oso pero no me sobraba nada porque el chaparrón era fuerte cuando me tocó ir a proa a tirar el ancla. Después me sentí reconfortada con una ducha caliente y un té. Llovió toda la tarde en la cala de Plitra y al final, cuando apareció un claro y salió el sol justo antes del atardecer, fuimos a tierra a estirar las piernas dando un paseo con olor a tierra lavada.