Entre el Argólico y el Sarónico

No hay nada mejor que un buen contraste para valorar las cosas. Después del glamour de Spetzes fuimos a pasar un día de fondeo en plena naturaleza en Doko, una isla de camino entre el golfo Argólico y el Sarónico. Tiene una bahía extensa y, como si de una gran catedral se tratara con capillas alrededor de la nave central, le salen algún que otro fondeadero más pequeño. Unos cuantos barcos pasamos allí el día, sumergidos en esas aguas de cristal, nadando, comiendo, descansando y siendo observados por los únicos habitantes de la isla, un grupo de cabras. También pasamos la noche, tan oscura, sin ninguna contaminación lumínica y, aprovechando la ocasión, nos recostamos en la cubierta de proa a mirar las estrellas, ya que pocas veces se las ve tan numerosas y brillantes. A la mañana siguiente y para continuar con los opuestos fuimos a Hydra. Encontrar amarre en el puerto de Hydra, concurrido y caótico, es tarea imposible y por eso seguimos de largo una milla más, rumbo directo a Mandraki. Aunque la situación no era más desahogada allí porque acudimos todos los que queremos ir a la capital pero no entramos, tuvimos suerte y encontramos sitio. Mandraki es una cala estrecha y la sonda marca mucha profundidad por lo que los barcos, grandes y pequeños, motoras y veleros, soltamos ancla y nos amarramos en popa con cabos a una roca, árbol o a lo que puedas. El trajín es tremendo, aquí también entran y salen los taxis-lancha y cuando se hace un hueco allí surgen barcos como moscas para ser ocupado por otro, como quién se acomoda para entrar en el sofá repleto y se hace lugar empujando a los lados con el pompis. A nuestra vecina, una embarcación a motor de unos cincuenta metros de eslora, se le rompió la roca que sostenía uno de sus dos cabos de amarre. La roca saltó despedida y cayó en el lugar donde hacía pocos minutos había gente nadando. Eran las cinco de la tarde, la hora punta de viento, la embarcación entonces quedó sostenida por su ancla y el único cabo que también estaba amarrado a otra piedra, por lo que rápidamente el viento la empujó sobre otro gran barco y quedó así, hasta que los marineros salvaron la situación buscando nueva piedra, menos mal que el viento no la derivó hacia nosotros. Finalmente fuimos a Hydra capital con la auxiliar, aunque también podríamos haber ido caminando ya que en esta isla tampoco hay coches, el único medio de transporte terrestre es montar en burro.

De Hydra a Poros sólo hay unas diez millas de distancia y allí nos quedamos varios días de fondeo, en su enorme ensenada entre la isla y el Peloponeso.

En la playa de Poros puedes usar una tumbona a cambio de pedir un frappé, una cortesía muy griega. Sólo hay que estar atento a unos pececitos que se aventuran hasta la orilla buscando uñas de los pies pintadas, tienen predilección por las de color rosa chicle y, se entusiasman tanto cuando las encuentran, que se vuelven locos por picotearlas. Eso te obliga a realizar un baile extraño levantando los pies y con pasitos hacia atrás hasta la orilla, con la rara sensación de que unos pececillos, de escasos diez centímetros, te han echado del agua.

Y de Poros pusimos rumbo a Ermione. Al llegar hicimos un fondeo en la zona norte, allí no corría ni una gota de aire, la temperatura del agua daba la sensación de estar nadando en un caldo de treinta grados.

Decidimos trasladarnos a la mañana siguiente al lado sur de Ermione. Era un día pesado, el cielo tenía el aspecto de pátina agrisada y con el aire, que parecía una jalea densa y pegajosa, se podría haber untado unas tostadas. Amarrados al muelle nos permitía estar en remojo para refrescarnos varias veces al día, a unos pocos pasos del Oxalá teníamos un acceso al mar con escalera de baño desde una roca plana a una piscina natural. Al final de la tarde el muelle de Ermione estaba casi totalmente ocupado por barcos y, cuando nos disponíamos a cenar en cubierta deseando que la caída del sol trajera algo de frescor, saltó una brisa como si algún diablo hubiese dejado abierta la puerta del infierno. Mingo miró su reloj y advirtió que la presión estaba bajando muy rápido. No fue una cena relajada, nos sentíamos a la espera. Cuando la brisa pasó a ser un viento salido de las fauces de algún dragón con mal humor nos refugiamos dentro del barco, se estaba más fresco que afuera. Las ráfagas indicaban que el dragón iba subiendo de tono y antes de la medianoche ya estaba encolerizado. De repente estábamos fuera, en cubierta, comprobando la manera en que, no sólo el Oxalá estaba a merced de los rugidos ardientes sino todos los barcos amarrados al muelle sufrían, unos más y otros peor, las escoras y vaivenes, la proximidad rayando el peligro de irse contra el muelle, el crujir de los cabos en los tirones. Mingo puso dos cabos más de amarre en la banda de barlovento, tensó más la cadena del ancla y aún así costaba sostenerlo. Entonces encendió el motor para aguantar las embestidas de las rachas rugientes, se veía a la gente en sus barcos controlando las movidas del temporal y en el muelle había quien se aventuraba a sostener con sus brazos la popa de su barco, que cosa más ridícula, decíamos, ya que la fuerza de un hombre era una caricia comparada con la embestida, así de preocupados estábamos todos. Entonces Mingo comenzó a decir que era mejor recoger el ancla y salir fuera, lejos del muelle pero, ¿quién se iba a la proa a sostenerse en equilibrio con ráfagas de cuarenta nudos, en medio de esa boca negra y ardiente, para levantar sesenta y tres metros de cadena mientras Mingo a la rueda patroneaba el barco? A esa altura nuestras caras ya eran de piedra deshidratada y nuestras cabelleras permanecían en posición horizontal. Nos quedamos, expectantes, aguantando. Mingo se sentó en el muelle en un banco frente a la popa del Oxalá, sostenía su barbilla con una mano, la expresión de su cara era la estar estudiando los movimientos del barco en cada ráfaga. Y mientras el capitán estudiaba la situación yo encendí el generador y puse una lavadora, por ocupar mi tiempo, también herví agua y preparé infusión de frutos rojos con galletas, era más de medianoche y apetecía comer algo. Fue entonces cuando Mingo movió los amarres, aflojó uno, tensó otro, recogió más cadena y cambió la respuesta del barco, se notó la forma en que recuperamos estabilidad, nos alejamos del muelle y nos sentimos más tranquilos. No nos movimos de cubierta, tomando el té y observando. A las dos de la mañana el dragón comenzó a soltar bufidos afónicos, comenzaba a amainar y al fin nos fuimos a dormir. Al otro día amaneció azul y luminoso, las fachadas se miraban las caras en el espejo de agua, los barcos se desperezaban y se largaban uno a uno. Nosotros nos quedamos un día más, las chicas necesitábamos ir a la peluquería y según el capitán, no hay dos noches iguales. Y así fue.

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